martes, 16 de junio de 2009

Serendipity (o el "Efecto Mariposa").

Ayer necesitaba un poco más de calma, un poco más de tiempo y acabar de asimilar lo que me acababa de pasar para podéroslo contar adecuadamente. Hoy sigo sin disponer del tiempo, pero haré lo que pueda.

El acontecimiento urbanístico del año en la ciudad es, a mi juicio, la inauguración de High Line, un parque lineal que se ha hecho encima de uno de los muy pocos tramos elevados que quedan de las antiguas vías férreas que en su día cruzaban Manhattan de punta a punta. Este tramo estaba abandonado y una de estas asociaciones privadas sin ánimo de lucro que se forman para potenciar un barrio, poner papeleras, bancos o mejorar sus aceras, les encargó a los arquitectos neoyorquinos Diller y Scofidio su diseño. Así que ayer me decidí a verlo, ya que está recién inaugurado El resultado es inmejorable, un diseño sencillo, sin alardes de espectacularidad, pero cuidadísimo, elegante, sutil...hace un fuerte y muy interesante contraste con el desastre oxidado y cutre de los alrededores llenos de naves industriales y alambres de espino (es la misma zona en la que encontré la galería de arte "secreta"). En pleno trance estético, no pude menos que felicitar a uno de los voluntarios de la asociación que estaban explicando el proyecto a los que se les acercaban. En ese momento se unió un señor mayor, de unos ochenta años, que le preguntó a la voluntaria si se podía reservar el parque para una fiesta privada por un par de horas, poniendo unos pocos miles de dólares de alquiler, porque en ese momento parte del parque estaba ocupado por la fiesta de inauguración para los participantes de la asociación. El señor, menudo, con pelo y bigote blancos, lleno de vitalidad y sonriente le hizo gracia a la chica que contestó con una ocurrencia. Ya he dicho que aquí es muy normal que la gente se dirija en la calle o en el metro a un desconocido para contarle cualquier cosa que esté pensando, así que no me extrañó que el señor siguiese contándome historias una vez que la chica se dio la vuelta. Vivía en Nueva York desde hace 70 años, aunque estuvo temporadas en Chicago y San Francisco, pero ambas ciudades le parecían puebluchos para pasar un fin de semana en comparación con su adorada Nueva York. Me contó que el parque estaba bien, que habría que verlo en unos meses lleno de grafitti, basura y ratas, (cosa que será verdad como no hagan un mantenimiento muy costoso) pero que a unos pocos bloques de ahí había algo cien veces mejor:
The Frying Pan.
Un barco de fundición de 1929, un guardacostas que servía para guiar a los buques y que irónicamente se hundió en el Hudson. En los ochenta lo reflotaron y convirtieron en un restaurante exclusivo donde se hacían las fiestas de Harper´s Bazaar y de Vanity Fair, otro secreto de la ciudad que nunca se publicitó hasta que poco a poco se fue perdiendo el misterio, por el inevitable boca a boca. El hombre insistía en que aquello era digno de verse, y como me sé que cuando cuando algo está por zonas industriales o en las orillas de los dos ríos suele ser bastante difícil de encontrar porque nadie te indica bien cómo llegar, cuando me dijo que él iba de paseo por ahí y que si quería me decía dónde estaba acepté sin dudarlo. El señor tenía gracia, hilaba una conversación tras otra y granaba su discurso con alusiones históricas, experiencias personales y alguna que otra ida de cabeza que se podía achacar a la avanzada edad. Que había conocido a Nelson Mandela, a Forbes y a Jacqueline Kennedy, o que Obama es el octavo presidente negro de los Estados Unidos. Pero la realidad es que ahí estaba el barco, varado y decadente, porque hoy vuelve a estar sin actividad al no haber conseguido renovar la licencia del ayuntamiento. Entre las maquinarias antiguas, al muelle de madera y los recovecos de escaleras y plataformas que se aprovechaban para las mesas del restaurante, va libremente todo aquél que quiera, con su propia comida y bebida, soñar con que está en una de esas fiestas de alta sociedad. El interior del barco conserva el aspecto de buque fantasma, pues nunca quitaron las conchas incrustadas ni el óxido de cuando estuvo bajo las aguas del Hudson.

Le agradecí al señor su amabilidad, y sin que dejase de hablar ni un segundo, mezclando sus comentarios sobre política con citas históricas me dijo que había algo también muy notable en los alrededores: los muelles de Chelsea, donde anclan unos tremendos yates privados de lujo cuyas fiestas de gente guapa se alcanzan a ver desde tierra firme. Y unas pistas de hokey sobre hielo en un complejo deportivo justo en frente del muelle. Todo lo que prometía el viejo chiflado resultaba ser verdad, así que allá fui llevado por la curiosidad y asombrado por el tipo de personaje excéntrico y locuaz que tenía en frente.

Sentado en las gradas de la pista de hockey, casi tiritando del frío y viendo cómo esas malas bestias se lanzaban los unos contra los otros con estruendo, el viejo me confiesa llanamente: "Bueno, creo que tienes que saber que no soy heterosexual, me gustan los hombres, pero no te preocupes, estás a salvo, no estoy interesado en ti, sólo en tu cerebro, pues te interesan las cosas que te cuento." Yo aguanté el tipo como pude, al fin y al cabo, lo había dejado claro y sin dobleces y había puesto el parche antes que la herida. Así que le agradecí su sinceridad, le dejé yo también bien claro que no compartía afición, cosa que parece que ya sabía él sin necesidad de que yo dijese nada. Ya fuera de la pista me contó que había sido anticuario, que ahora llevaba una casa de huéspedes y que había tenido muchos amantes y conocidos del ambiente homosexual en el Nueva York de los años 40 y 50, que aquello era una pequeña sociedad en la que todos sabían de todos, y me enseñó la foto histórica de un barco hasta los topes de inmigrantes hacinados a su llegada a la isla de Ellis. "Mira la pose de éste...es una reina ¿verdad?...si parece Ava Gardner...Forbes me dijo que había sido amante suyo." Liberado de su secreto me contó más detalles de su vida y más disparatadas teorías de parentescos y líos de la jet americana de los 50.

Cuando me dijo que nos acercásemos a su casa de huéspedes, que era lo que antes fue su tienda de anticuario le tedría que haber dicho que no, la cosa ya había llegado demasiado lejos, y aunque su promesa de respeto me había parecido sincera, no podía estar seguro. Miré al anciano, no debía de medir más de un metro sesenta y tenía los brazos delgados como palillos de dientes. No parecía suponer un gran peligro en el caso de un enfrentamiento físico y todas las señales que había recibido me mostraban que se trataba de una persona culta y educada, así que contra toda lógica acepté su invitación, no sin una cierta duda interna.

El edificio al que llegamos resultó ser una brownstone, el tipo de casa señorial que toma el nombre de la piedra con la que se solía construir, y que fue la única forma de vivienda aceptable para la alta burguesía neoyorquina durante la segunda mitad del XIX y principios del XX. Hoy, casi todas han sido subdivididas y vendidas o alquiladas por apartamentos.

Sobre la entrada, colgado, el cartel del anticuario. Me entraron ganas de salir corriendo y que le friesen un huevo al viejo, pero algo me hizo esperarme un poco más. Encendió la luz del cuarto y....

Delante de mis ojos me encontré con la habitación más impresionante que me podía imaginar, un trozo de historia intacta de siglo XIX con todas las decoraciones originales. Un intenso olor rancio, como de gato, hacía la experiencia algo menos exquisita, pero las piezas parecían auténticas: un candelabro norteamericano del siglo XVII, cuadros y esculturas en una sala donde las molduras, las vigas de madera y las carpinterías históricas quedaban medio ocultas por la sobreabundancia de muebles de la misma época. Las escaleras, nada protagonistas del espacio merecen también que me detenga para comentarlas, por su estrechez y pendiente y por lo bien trabajado de la madera y su buena conservación. Bajamos al sótano por una de ellas y ante mis ojos, bajo las vigas sin labrar, pude ver lo que parecía una chimenea pero no era sino la carbonera de la calefacción original. La penumbra era una constante en todos los espacios en los fui pasando debido a que las lámparas, también antiguas, estaban cubiertas por tupidas pantallas y cristales soplados que dificultaban el paso de la luz y la claridad de la visión de los Lalique, las esculturas obscenas, los cuadros barrocos y románticos que observaba boquiabierto. Pasado ya el temor de que el hombre sacase una sierra eléctrica y una máscara, me dediqué a disfrutar de las piezas únicas que se me mostraban: un torso de un (cómo no) efebo romano, tal vez Antinoo, un cuadro pintado del natural de George Washington que conserva hasta el marco original, una escultura de un arquero art decó regalada por Nelson Mandela a otro de los artífices de la liberación de Sudáfrica del Apartheid y tantas otras cosas de las que no podría hacer recuento, tanto por su profusión como porque la capacidad de absorción de nombres y fechas de mi cerebro empezaba llegar a su límite.

El edificio entero es de su propiedad: tres pisos más el sótano y el jardín, cuidado y amueblado también con sillas y mesas de fundición del XIX. En la planta segunda se desveló el origen del olor que había percibido a la entrada: periquitos, canarios, loritos y muchas más variedades de pájaros de colores volaban libres en un cuarto entero dedicado a ellos. La pajarera tiene en medio una fuente, también de fundición, y al fondo una especie de altar oriental con raras esculturas chinas y raíces retorcidas.

Efectivamente, algunas de las habitaciones las tiene disponibles para alquilar por temporadas, me imagino que a precios astronómicos, entre otros a un tipo que surgió de improviso de una de las estancias contoneando las caderas, musculoso, bronceado y mostrando una sonrisa de oreja a oreja con unos dientes demasiado blancos para ser naturales. Resulta ser un masajista que tiene su sala de operaciones en uno de los espacios principales.

Cuando al final salí de la casa con su tarjeta en el bolsillo y el ofrecimiento de volver cuando quisiese, vagué un buen rato dando tumbos y medio atontado en parte por la tensión, en parte por la impresión estética de tantas maravillas y por la verborrea a la que me acababa de someter Charles, el anticuario de Chelsea.

12 comentarios:

  1. En el curro ha habido rostros de admiración y envidia ante este relato que he leído en voz alta al calor del blog.
    ¡Tremendo! Como decimos por mi barrio: "estas cosas sólo le pasan al Primate"

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  2. O_O

    Impresioneision!

    Mary

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  3. ..jejejej que fuerteeeeeee!que bien escribes mr albert!perry ;)

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  4. Je je je!... Whatever you say, you're turning such a New Yorker!! I can tell!! So glad for it!

    Un abrazo!

    Alman

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  5. Bueno, veo que has retirado un artículo reciente... desconozco el motivo pero, en fin, para que veas que te sigo asiduamente... ;-)

    Un abrazo!

    Alman

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  6. Sí...a veces escribo cosas y las quito, porque no me convencen. Ya veo que me tienes "controlao"! Un abrazo

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  7. Una pregunta ¿cómo resuelve la Highline las interrupciones que por foto aérea se ve que suceden cuando aparece un edificio en medio? ¿Cuánto se puede andar por ella antes de tener que bajarse? ¿Es un recorrido coherente o una estructura cerrada a la que se entra y se sale por el mismo sitio?

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  8. Querido Villarramblas, pues sin ningún género de dudas se trata de tí: lo resuleve como siempre lo hizo, pues se trataba de un tren de mercancías que descargaba fundamentalmente partidas de carne en las naves que literalmente atravesaba. Los edificios tienen un vacío en su interior por donde pasa la vía. Los edificios nuevos han continuado con el mismo esquema, pero por razón distinta: antes de convertirse en parque fue declarado "Historic Landmark" que es algo así como "Bien de Interés Cultural", con lo que las nuevas construcciones tienen también un agujero por donde pasa. Es de lo más curioso.

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  9. Así que no hay que bajarse si uno no quiere. Vas "sobrevolando" la ciudad (una relación parecida con los tejados a la que tienen las murallas de Lugo o partes de la de Ávila). Dije que no hace alardes de espectacularidad. No es cierto...no la había visto entera: los agujeros de los edificios son espectaculares y también lo es un graderío que se montan aprovechando un ensanchamiento y que se orienta hacia un espectáculo muy particular: la décima avenida. simplemente unos grandes ventanales. ¡Y la gente lo usa! Se sientan enlas gradas como si estuviesen en el cine a observar el tráfico. En algunas zonas hay tumbonas que están sobre los raíles y se mueven como los vagones de un tren cuando se empujan.
    Los neoyorquinos van como los turistas, con la cámara de fotos, alucinados.

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  10. Jaja, como los viejos en mi pueblo, que se sentaban en bancos al borde de la carretera a ver pasar los coches! Me encantaría verlo! Aquí hay un par de edificios en los que entra el metro cuando va por puentes, pero siguen en uso. Me pregunto qué habrá en los pisos de arriba porque no creo que viva nadie!! Otra cosa curiosa es que cuando se construye algo, por ejemplo un túnel del metro, antes de empezar a usarlo lo abren al público y la gente va en plan "este domingo nos vamos de paseo... al túnel del metro" (esta vez subterráneo).
    Besos,
    M

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  11. Sólo cuando una deja atrás a los suyos y lo conocido, le empiezan a suceder estas cosas.

    ¡Uno deja atrás a los suyos y lo conocido con la esperanza de que le sucedan estas cosas!

    Cuidado, primate. Puede llegar a ser adictivo... Ishtar

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  12. Jejeje... Villarramblas...no vi tu nombre pero sabia que eras tú. Mary: está claro que estas dos ciudades tienen mucho en común...E Ishtar...¡sí, engancha!

    En breve pongo fotos de la High Line y de The Frying Pan.

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