miércoles, 18 de marzo de 2009

Like a wounded gazzella

En un genial vídeo de esos que corren por internet, dicen que un niño a la entrada de su colegio arrastrando un chelo es "like a wounded gazzella in the Serengeti". Esa imagen no paraba de venirme a la cabeza durante mis primeras horas en Manhattan. Después de las doce horas de vuelo con escala en Londres de rigor y dos más entre la aduana y el tren a la ciudad, me encontré con dos maletas, cada una de ellas de unos 19 kilos (eso ponía en la báscula) y una bolsa "de mano" de otros diez más, en Penn Station, en pleno Midtown. Había quedado con la hija de una amiga de la mujer de un amigo de mi padre, así, tal cual suena, con la que había hablado por teléfono tan sólo un rato antes de que ella viniese, hacía un mes. La cuestión es que las cosas sobre el papel son más asépticas y a una de las maletas se le estropeó una rueda, de manera que mientras que buscaba el punto de encuentro, un Starbucks Café, y durante las siguientes seis horas, tuve que moverme por las calles, el metro y sus interminables escaleras llevando a pulso 29 kilos y arrastrando otros 19 más. Con todas mis pertenencias, el dinero, el pasaporte, el visado, y los demás papeles del trabajo y oficiales que no podía perder por nada del mundo, cualquier niño de cinco años con una navaja de plástico hubiese estado en situación de superioridad frente a mí en caso de que quisiese hacerme algo y desplumarme.

El caso es que esta chica, muy pija ella aunque encantadora, se había ofrecido amabilísimamente para que dejase las maletas en su casa para evitar la situación. Se trataba sólo de llegar a su casa en Lower Manhattan. Ahí fue donde me di cuenta que enterarse de cómo va la ciudad no es cosa sencilla, y me lo han constatado neoyorquinos que a ellos todavía les pasa ocasionalmente aparecer en Queens cuando querían ir a Wall Street o al ayuntamiento. Y eso es lo que le ocurrió a esta chica en la que delegué mis actividad neuronal atacado como estaba de nervios y de jet-lag. El tercer metro que cogimos ya resultó ser el bueno, con lo cual tuve que subir y bajar a pulso los bultos unas pocas veces más por las escaleras. Los brazos ya no me respondían, y la chica se ofreció a llevarme algo, pero a esas alturas ya no podía casi ni con una. Al final, como digo, seis horas después de aterrizar, llegamos a su apartamento en un quinto sin ascensor, claro, donde le dejé los dos bultos grandes, y rápidamente, sin poder pensar mucho, transvasé algunas cosas básicas a la bolsa de mano y salí corriendo hacia mi siguiente cita.

Han pasado dos días de eso y todavía me duele todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario